Opinión
Izquierda y diversidad
Por José Natanson
Ni el pluralismo ni la apertura eran características
propias de la izquierda clásica, que tendía a ignorar a las minorías,
prestaba poca atención a las demandas particularistas y nunca contempló a la
discriminación como un verdadero problema.
Algunos ejemplos latinoamericanos ilustran esta afirmación. La Revolución
Nacional Boliviana de 1952, que algunos califican como la más radical del
siglo XX en Sudamérica, encaró un breve pero muy ambicioso proyecto de
inclusión social, con base en los sindicatos mineros, que produjo algunos
avances notables, como la nacionalización de los recursos naturales, el voto
universal y el reemplazo del ejército por milicias de obreros y campesinos.
Y si bien es cierto que eliminó algunas normas segregacionistas (los
indígenas, por ejemplo, tenían prohibido pisar la Plaza Murillo, equivalente
paceño de la Plaza de Mayo), lo hizo a partir de un proyecto de
homogeneización en clave mestiza, al estilo de la Revolución Mexicana,
dentro del cual la cuestión étnica no ocupaba ningún lugar.
Otro ejemplo. Entre febrero de 1981 y diciembre de 1983, después de
derrocar a la dictadura más longeva de Centroamérica, el gobierno de Daniel
Ortega, en su afán de imponer la reforma agraria y eliminar cualquier
vestigio de resistencia somocista, chocó contra la resistencia de las
comunidades de indígenas miskitos de la orilla del Río Coco. Con el
argumento de que muchos de ellos colaboraban con la Contra, el sandinismo
forzó una relocalización masiva. Los miskitos denunciaron varios episodios
de represión, en particular el conocido como “Navidad roja”, que derivó en
el exilio de 10 mil indígenas a Honduras. Algunos de estos acontecimientos
se encuentran razonablemente documentados y le valieron acusaciones a Ortega
en tribunales locales, así como una advertencia de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos.
Pero el caso más interesante es, sin dudas, el de Cuba, que siempre
consigue ubicarse en los extremos. En 1961, dos años después de la toma del
poder, el gobierno de Fidel Castro lanzó una serie de redadas masivas en La
Habana con el objetivo de detener, según la documentación oficial, a
pederastas, prostitutas y homosexuales. Este proceso llegó a su punto máximo
en 1965, con la organización de las Unidades Militares de Ayuda a la
Producción (UMAP), que funcionaron como campos de trabajo forzado de
aquellos considerados “antisociales”, entre los que se incluía a militantes
católicos, testigos de Jehová y homosexuales. Para estos últimos se sancionó
la Ley de Ostentación Homosexual, que permitía detenerlos sin mucho trámite.
Como explica la investigadora cubano-americana Frances Negrón-Muntaner
(“Mariconerías de Estado”, Nueva Sociedad 218), el machismo caribeño, el
estalinismo soviético y el catolicismo español se conjugaron para crear una
poderosa “homofobia de Estado”, que también se explica por la identificación
de los homosexuales con el turismo estadounidense prerrevolucionario,
considerado burgués y decadente.
Por supuesto, sería injusto reclamarles a los viejos comandantes
revolucionarios que se pusieran al día con demandas de inclusión étnica,
reconocimiento a las minorías sexuales o aceptación de la diversidad que
recién estaban comenzado a surgir. Sin embargo, detrás de estos ejemplos
aparentemente aislados hay un hilo invisible, un motivo estructural por el
cual los ciclos de transformación más radical del siglo XX latinoamericano
excluyeron sistemáticamente este tipo de planteos: me refiero a la idea,
propia de un izquierdismo superficial, de que la igualación económica
acabará de manera mecánica con todas las demás inequidades, y que, por lo
tanto, cabe sólo ocuparse de esta primera y fundamental desigualdad, pues el
resto viene después, automáticamente.
Es esta noción la que ha cambiado. La globalización, la fragmentación
social y la expansión de las nuevas tecnologías de la comunicación, entre
otros macrofenómenos contemporáneos, definen un mundo completamente distinto
al del pasado, y a menudo contradictorio: las tendencias actuales
uniformizan (sobre todo el consumo), pero también permiten un mayor
conocimiento del otro, lo cual abre espacios de tolerancia que antes no
existían; articulan grandes regiones económicas (ahí están los esfuerzos
integracionistas tipo Mercosur) pero también implican una revalorización de
lo local; borronean las fronteras nacionales (mediante, por ejemplo, las
migraciones masivas) pero a la vez cargan al Estado-nación de una cantidad
inédita de demandas; producen nuevas formas de exclusión, pero también una
horizontalización de las relaciones sociales (lo que Manuel Castells
denomina la “sociedad red”).
En América latina, estas transformaciones se produjeron en simultáneo con
las primaveras democráticas experimentadas entre mediados de los ’80 y
principios de los ’90. Así, los movimientos propios del mundo globalizado
–indígenas, feministas, de afrodescendientes, etc.– se superpusieron, y a
veces se articularon, con aquellos nacidos de la resistencia a las dictadura
militares (fudamentalmente de derechos humanos).
La izquierda ha sido permeable a estos cambios. Hoy, además de las
clásicas cuestiones de desigualdad económica y social, incluye en su agenda
los temas de etnia y raza, género, diversidad cultural y sexual, ecología.
Esto define un abanico de temas más amplio, diseñado un poco para adaptarse
a los nuevos tiempos y otro poco como respuesta a un argumento tan evidente
como novedoso: las diferentes desigualdades complementan o potencian la
clásica desigualdad social, tal como revela el repaso de algunos datos
básicos: en Brasil, por poner un ejemplo entre miles, la tasa de desempleo
de los hombres blancos en 2006 era de 5,6 por ciento, la de los hombres
negros de 7,1, la de las mujeres blancas de 9,6, y la de las mujeres negras
de 12,5; ese mismo año, la informalidad laboral afectaba a 42,8 por ciento
de los hombres blancos y, en el otro extremo, a 62 por ciento de la mujeres
negras, y ni siquiera la educación alcanza a nivelar estas diferencias: a
igual nivel de instrucción, los hombres negros reciben 73,9 por ciento de
los ingresos de los blancos y las mujeres negras 54,9 (todos los datos son
de IPEA).
Este tipo de estadísticas confirma la idea de que las desigualdades se
reatroalimentan y que para acabar con una es necesario enfrentarlas a todas.
Y ya sea por esta constatación, o por la necesidad de dar cuenta de la nueva
agenda globalizada, lo cierto es que, como sostiene el politólogo uruguayo
Daniel Chávez, el derecho a la diferencia comenzó a ocupar un lugar tan
relevante como el derecho a la igualdad en el imaginario de la izquierda.
Apenas asumió el gobierno, en enero de 2003, Lula creó la Secretaría de
la Mujer, orientada a impulsar políticas de igualdad de género, y en 2009 la
convirtió en ministerio. También creó la Secretaría Especial de Políticas de
Promoción de la Igualdad Racial, que implementa una serie de medidas de
“acción afirmativa”, como cupos para negros e indígenas en las universidades
públicas, exenciones fiscales para los centros de estudios privados que
incluyan cierto porcentaje de estudiantes negros y cuotas en el empleo
público. Aunque no asistió a la última reunión de la Asociación Brasilera de
Gays, Lesbianas y Trans, Lula envió una carta en la que ratifica su apoyo a
la organización y recuerda las leyes antidiscriminación impulsadas por su
partido, en particular por Marta Suplicy, médica sexóloga, ex alcaldesa de
San Pablo y conocida militante por los derechos de las minorías sexuales.
En Uruguay, el Frente Amplio consiguió la aprobación de la unión
concubinaria, el cambio de sexo en el registro civil y una norma que
habilitaría la adopción legal por parte de parejas homosexuales. En Chile,
Michelle Bachelet cumplió su promesa de gobernar con un gabinete integrado
en partes iguales por hombres y mujeres, impulsó una ley para equiparar la
representación de género en los partidos políticos y una campaña de
educación sexual en los colegios y de anticoncepción de emergencia en los
hospitales públicos.
El régimen cubano, cuya capacidad de sintonizar los nuevos tiempos nunca
conviene subestimar, derogó las leyes discriminatorias e incluso lanzó una
ambiciosa y muy moderna política de inclusión de las minorías sexuales desde
el Centro Nacional de Educación Sexual, cuya directora es nada menos que
Mariela Castro, la hija de Raúl.
Por supuesto, no se trata de avances lineales. Dos años atrás, Tabaré
Vázquez vetó la ley de despenalización del aborto aprobada por un acuerdo
interpartidario impulsado por su propia coalición; Bachelet ha sido acusada
por las organizaciones gays chilenas de hacer poco y nada en defensa de sus
derechos; el PT, en cuyo origen se encuentran corrientes de cristianismo de
base, se niega a hablar de aborto, y alcanza con echarles un vistazo a las
blancas caras de la nomenklatura cubana para comprobar que la desigualdad
racial está lejos de haberse resuelto.
En Bolivia, la Justicia comunitaria, que la reforma impulsada por Evo
Morales elevó a rango constitucional como complemento de la Justicia
ordinaria (“occidental”), ha sido acusada de penalizar conductas propias de
la vida privada, como el adulterio (femenino). Y aunque sus defensores
insisten en que las versiones más arcaicas, en donde por ejemplo la mujer
adúltera era sometida a un corte de pelo como escarmiento, no están ya
vigentes, de todos modos hay que reconocer que puede generar problemas: la
tensión entre derechos humanos universales y multiculturalidad, una de las
grandes contradicciones del mundo contemporáneo sobre la cual viene
advirtiendo con lucidez Carlos Escudé (aunque Escudé, occidentalista
militante, piensa más en las sociedades islámicas).
Por otra parte, no sólo la izquierda ha asumido como propias este tipo de
banderas. Algunos partidos de derecha moderna, como el Partido Liberal
alemán, se muestran abiertos a las demandas de tolerancia a la diversidad,
aunque, al mirar el resto de las fuerzas de derecha europeas (el integrismo
del PP español, el conservadurismo de los tories británicos o el
reaccionarismo de cabaret estilo Berlusconi), hay que reconocer que es una
excepción.
En general, se trata de cuestiones que la izquierda ha asumido como
propias, como se confirma en Argentina al repasar los alineamientos
legislativos: el centroizquierda (Proyecto Sur, Encuentro, Socialismo) votó
unánimemente a favor, el centroderecha (PRO, Peronismo Federal) mayoritaria,
aunque no unánimemente, en contra, y los dos partidos de centro, radicalismo
y peronismo, divididos.
En cuanto al rol del Gobierno, es cierto que la iniciativa original no
fue elaborada por el Frente para la Victoria y que el apoyo fue transversal.
Pero también es verdad que el Gobierno destrabó el proyecto primero y lo
impulsó con fuerza después, y que sin ello difícilmente hubiera sido
aprobado. Si se miran con atención los comentarios previos, es fácil
comprobar que quienes están en contra del Gobierno pero a favor del
matrimonio gay (legisladores socialistas y radicales, algunos periodistas de
televisión) defendieron la tesis de que se trata de una iniciativa de todo
el arco político, no atribuible exclusivamente al kirchnerismo, en tanto que
aquellos que se oponen por igual al proyecto y al Gobierno (el diario La
Nación, la Iglesia) acusaron a este último de presionar para su aprobación.
Por si hacía falta, esto confirma el rol clave desempeñado por el
kirchnerismo, que con esta decisión se sitúa a la altura de la más moderna
izquierda latinoamericana.
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