El país | Lunes, 6 de septiembre de 2010
Opinión
Bajo techo
Como siempre sucede cuando se abordan temas referidos al área de lo “institucional” –por ser muy ligeros en la definición– y no a lo que es o se interpreta como las necesidades básicas del “hombre común”, puede ocurrir en el periodista una sensación de lejanía. Un temor a extraviarse respecto de los sentimientos populares. Pero deben vencerse esas inquietudes, obviamente si hay el convencimiento de que tal distancia no existe.
Acaba de reglamentarse la ley de radio y televisión que sepulta a la dictatorial. No se trata de salarios, ni empleo, ni vivienda, ni salud (se iba a tipear “ni de educación”, pero de eso sí que se trata en forma directa). Y ni siquiera algún marciano supondría que, por fuera del ambiente del sector, hay quien recorrió los meandros de esas disposiciones técnicas. Sin embargo, nada de todo eso obstaculiza la certeza de que los argentinos vivimos con esta noticia un momento con perspectiva de histórico, si es que la sociedad, o sus sectores más dinámicos, demuestran estar a la altura de las circunstancias. Al margen de las agónicas chicanas de los grupos mediáticos monopólicos, y de sus amanuenses de la oposición parlamentaria (que han tenido alguna incorporación asombrosa), desde el miércoles pasado se abrió formalmente la puerta para que las voces públicas y emitidas sean más. Muchas más. Juzguemos si esto no es un interés que debería ser básico, y si ese interés no es acaso una necesidad; o si no debiera serlo. Los medios audiovisuales son desde hace mucho rato una parte constitutiva de nuestra cotidianidad. Se cuelan en la vida de cualquier mortal, incluyendo la de quienes los rechazan o intentan ser selectivos en su consumo. La revolución tecnológica, que es civilizatoria, no deja espacio para desentenderse de quiénes y cómo manejan los medios. Las sociedades son “habladas” e interpretadas por quienes cortan el bacalao mediático. No queda espacio para el romanticismo de la independencia comunicacional. Los multimedios son multinegocios que, aquí y en el mundo entero, manejan la producción simbólica del imaginario colectivo. Tienen empresas periodísticas y además petróleo, armas, telefonía, entretenimiento, discográficas. Son los dueños de la agenda pública. No necesariamente pautan cómo tenemos que pensar, pero sí de qué tenemos que hablar y la frontera es muy difusa. Si ese abanico no se dispersa entre más actores y si esos actores no representan otros intereses, de la escala media y baja de la pirámide social, sólo cabe esperar pueblos espectadores y nunca protagonistas. Esta es una lucha política y quien no entienda eso no entiende nada, no porque invariablemente los medios reemplacen a la política sino por el hecho de que, sin medios con discurso alternativo al dominante, no hay lucha política posible.
El desafío que se impone al entrar en vigencia la nueva ley, para los que aspiran a cambiar la lógica del Poder concentrado en pocas manos, resulta impresionante. Igual de gigantesca que la senda abierta, desde el formalismo jurídico, es la capacitación necesaria en el movimiento popular para aprovecharlo. Organizaciones sociales, universidades, sindicatos, pymes, cooperativas, entidades educativas, no tienen más excusas para dejar de preguntarse cómo están preparándose a los fines de medios de comunicación propios, y/o su realización. El reglamento de la flamante legalidad mediática brinda un marco al cual sujetarse, producto, como dato no menor, de múltiples foros de discusión desarrollados en todo el país y, desde ya, ninguneados o bastardeados por los comandantes de la torta. Hay ahí estipulaciones de todo tipo: porcentajes de producción nacional y de bajadas de satélite; concentración máxima de licencias y áreas de cobertura; regulación de la publicidad, chivos incluidos junto con ocupación de pantalla; y así de corrido hasta ocupar páginas y más páginas del Boletín Oficial. Hay que cumplirlo y sanseacabó, como toda ley; pero consumarlo, claro, requiere primero la disposición y capacidad para hacerse del medio. Más de un tercio del espectro se reservó, sencillamente, a quienes demuestren vocación de poder desde aquellas agrupaciones diversas a las que la ley de la dictadura vetaba. En otras palabras, felizmente se acabaron las acusaciones y militancias acertadas sobre y contra el viejo andamiaje leguleyo. Ahora hay que hacerse cargo de la receta del diagnóstico. A ocupar los medios. A organizarse. A saber cubrirlos con profesionalismo para poder competir versus corpulentos que ni desaparecieron ni se extinguirán, sino que afrontarán competidores. Nada de artesanías hipposas. Nada de creerse que alcanza con decir distinto si ese decir no es mejor.
Hay un parangón con la ley del matrimonio igualitario que no debe evitarse. Los homosexuales con derecho a casarse y adoptar es un logro cotejable, en primerísimo lugar, contra el tamaño del vencido. Ese derrotado se llama Iglesia Católica o bien, para no herir sensibilidades, su cúpula retrógrada. Se llama represión, culpa, vergüenza, prejuicio, discriminación. Y es susceptible de ser considerado cual interés de una minoría, del mismo modo en que la aplicación de la nueva ley de medios es pasible de concernir, únicamente, a quienes somos de esos medios. Un error patético, porque significaría perder de vista que la historia, la gran historia, se hace muchas o las más de las veces con los símbolos derrumbados; y su reemplazo por aquellos que generan utopías renovadas. Ya se conoce, pero en algunas oportunidades parece olvidárselo: marchar hacia nuevos y mejores lugares y mientras se lo hace, al consolidarse el “se puede”, animarse a más. Se puede contra la Iglesia. Y se puede contra Clarín. Ya no es cierto que varias tapas de ese diario, y sus tentáculos, basten para tumbar a un gobierno. Y si ya no es cierto, ¿quién se anima a decir que no es un avance? Bueno: Carrió, quien ha dicho que si cae Clarín caemos todos... ¿Que una corporación no pueda voltear a una gestión democráticamente electa no viene a ser la dichosa “calidad institucional” que tanto pregona la derecha? ¿Y no sería que si se puede contra ésos se puede contra otros, y que entonces hablamos de necesidades básicas siendo que llegó a reglamentarse la ley que el Poder no quería? Lograron mantener durante 26 años de democracia una de las herramientas clave de la dictadura; y como si fuera poco la violaron en provecho propio para garantizarse la cantidad de licencias de radio y tevé que se les antojase. ¿Quién tiene el tupé de decir que antes la ley y ahora la reglamentación no son un paso enorme de justicia social, que habilita otros caminos?
Importa tres carajos si ésta es una conquista derivada de obsesiones personales de la “pareja presidencial”, contra el Grupo Clarín y/o en dirección a construir un Gran Relato que les allegue votos del progresismo. Tres carajos. Se abrió la puerta. Entremos. No hay nada garantizado, pero estamos bajo techo.
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